OPINIÓN
La victoria de Irán
Los senadores hablan a Jamenei en el lenguaje que mejor entiende
El ayatolá Jamenei entiende muy bien este lenguaje. El mandato de los
miembros del Senado de Estados Unidos es de seis años, el del
presidente de cuatro. Los primeros pueden ser reelegidos una y otra vez
sin límite, el segundo solo una vez.
Este es el lenguaje del poder desnudo que entiende y utiliza con suma
soltura quien tiene la última palabra como Guía de la Revolución y
máxima autoridad religiosa, y en su caso sin los engorrosos problemas de
las limitaciones de mandatos y de las reelecciones democráticas, porque
su cargo es vitalicio. Y lo ha utilizado descarnadamente un grupo de 47
senadores en una carta abierta en la que desautorizan al presidente
Obama en su negociación sobre el programa nuclear iraní, apenas dos
semanas antes de que termine el plazo para culminar el acuerdo.
El partidismo de los senadores y su desprecio de las obligaciones y
prerrogativas del presidente les ha llevado más lejos que al propio
primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, que denunció como un mal
acuerdo el que se estaba fraguando entre Irán y el grupo del P5+1 (los
cinco países con asiento permanente en el Consejo de Seguridad más
Alemania) y pidió en el Capitolio de Washington otro acuerdo mejor, en
su caso motivado por la campaña para las elecciones del 17 de marzo.
Netanyahu vulneró muchas normas implícitas: las de cortesía y buena
educación con el presidente, que no le había invitado; la política de
Estado israelí, que obliga a situar las relaciones con Washington por
encima de los partidos; y la prudencia diplomática, que aconseja no
interferir en la política interior de otro país, y menos si es amigo y
aliado, por razones de una campaña electoral propia. Pero los senadores
fueron más lejos con la intención de boicotear el acuerdo nuclear, sin
querer caer en la cuenta de que proporcionan una buena baza al régimen
de los ayatolás para endurecer su posición e incluso para achacar el
fracaso, si se produce, a la intransigencia estadounidense.
Comentaristas destacados han evocado que en otras circunstancias serían
sospechosos de traición.
Todas estas actitudes son una novedad relativa, por cuanto Irán ha
venido sacando muy buenos rendimientos de los ímpetus belicistas de los
halcones de Washington. No ha sido Barack Obama quien ha dado aire a la
vocación hegemónica iraní en la región, sino George W. Bush con la
invasión de Irak en 2003 y la desastrosa gestión posterior de la
ocupación y la guerra civil, que regaló a Teherán los márgenes
extraordinarios que tiene ahora.
Salvo las derechas israelíes y estadounidenses, cada vez más
identificadas una con otra, y las monarquías petroleras del Golfo, hay
consenso internacional sobre las bondades de una normalización con Irán
—con levantamiento de sanciones, desarrollo de un programa nuclear civil
y control estrecho de su aplicación militar—, como sucedió con la China
de Mao cuando Nixon consiguió que se abriera al mundo. Pekín era
fundamental para que Estados Unidos terminara la guerra de Vietnam e
Irán lo es ahora para echar al Estado Islámico de Siria e Irak y
estabilizar Oriente Próximo.