REPORTAJE: EN EL CORAZÓN DE LIBIA

Desde Misrata, la mártir

El autor relata las destrucciones provocadas por las fuerzas de Gadafi y la bravura de los habitantes de la ciudad atacada. De ahí su convicción de que ha nacido el ejército de la Libia libre, capaz de marchar sobre Trípoli cuando los helicópteros franceses abran camino


BERNARD-HENRI LÉVY 12/06/2011


Alquilar un barco al azar en Malta, pues Misrata está rodeada por las tropas de Gadafi, aislada del mundo, y solo se puede llegar hasta allí por mar.

Encontrar, tras haber recibido varias negativas, a un marino maltés que, como casa a su hija la semana próxima y se ha endeudado para la boda, acepta, en el último minuto y sin conocer el barco, hacer la travesía conmigo y con los miembros de la oposición libia que me han acompañado desde Francia: Ali Zeidan, Mansur Sayf al-Nsar y Suleiman Fortia.

Navegar durante una noche, un día, una noche más, para, sin instrumentos de a bordo dignos de tal nombre, sin cartas de navegación realmente fiables, llegar hasta la ciudad mártir de Misrata, donde nos esperan, en la completa oscuridad de un desembarcadero desierto y silencioso -solo una ráfaga de kalashnikov en el momento en que atracamos-, las autoridades de la ciudad y el general Ramadán Alzarmouh, comandante de las fuerzas insurgentes.

Entrar, sí, en una ciudad sin electricidad, tinieblas casi totales, solo una media luna en el cielo azul-negro sobre los primeros escombros. No tener agua es una cosa. Ni gas para cocinar. No diré que sea corriente, pero, dado que, como voy a comprobar muy pronto, de todos modos no hay casi nada para comer, los habitantes se han adaptado. Pero no tener electricidad... Había una central, una sola para toda la ciudad, que los tanques bombardearon sin descanso hasta que explotó su último depósito de petróleo. Los depósitos ardieron durante ocho días. Y la noche en que dejaron de hacerlo, las últimas luces de la ciudad se apagaron con ellos; como en Fukushima, unas espesas nubes hinchadas de ceniza se estancaron sobre la población hasta estas últimas horas; y, al alba, en lugar de la magnífica central que era su orgullo, los misratíes encontraron esta ruina que ahora descubro yo gracias solo a la claridad de los faros de los coches que me esperan en el puerto y en los que ya nos hacinamos mis amigos libios y el que suscribe: chatarra retorcida, vigas de acero fundidas, chapas calcinadas y retorcidas, tuberías reventadas, placas de hierro colosales e igualmente retorcidas, cables colgando en el vacío como candelabros invertidos y un fragmento de tejado que ha permanecido intacto pero al que las llamas han achicharrado tanto que se diría un friso de oro en voladizo de un templo.

Ir, todavía de noche, hasta las ruinas del Café Central, aquel lugar con tan buen ambiente, aquel espacio de libertad, uno de los pocos en los que los jóvenes de la ciudad podían reunirse, reír, soñar con un futuro mejor, tal vez sin Gadafi: "Y eso es lo que no les han perdonado", me sugiere Abdelhamid Fortia, el hijo del representante de la ciudad ante el Consejo Nacional de Transición (CNT), un antiguo alumno de una gran escuela británica que, como su padre, ha hecho el viaje con nosotros; y por eso han bombardeado nuestro café hasta la última silla de plástico y la última jukebox [máquina reproductora de música]. Y ahora, este desastre: tumba para una juventud deshecha, réquiem por sus sueños enterrados.

Partir, a la mañana siguiente, en busca del lugar en el que, el 20 de abril, murieron Tim Hetherington y Chris Hondros, los dos valerosos fotógrafos: ese edificio desvencijado en la esquina de las dos arterias de la ciudad; ese agujero en la fachada en el que Tim iba a deslizarse cuando le alcanzó el fragmento del cohete; y las lágrimas en los ojos de Mohsin, el vecino que intentó reanimarlo bajo la lluvia de obuses, antes de que lo llevaran al hospital.

Un hospital, precisamente, en el que el doctor Khalid Abuflaga, desbordado, carente de todo, y especialmente de analgésicos y anestésicos, calcula que, este lunes 30 de mayo, a las 17 horas, ya han llegado 60 heridos graves procedentes del frente, que se suman a los otros 6.000 heridos y 1.600 muertos de las semanas pasadas. Y "heridos graves", en Misrata, quiere decir cabezas medio arrancadas, rostros hechos papilla, cuerpos desmembrados, alaridos.

La víspera, el 29 de mayo, fuimos a primera línea, a la aldea de Abdul Raouf, donde, en las dunas, entre banderas de la Libia libre mezcladas con una bandera francesa, los insurgentes protegen lo que queda de su ciudad.

De todo esto, extraigo al menos tres lecciones.

No creo haber visto nunca una ciudad tan metódicamente destrozada como Misrata. Recuerdo Huambo, en Angola. Abyei, en el sur de Sudán. Fui testigo del calvario de Sarajevo y Vukovar. Pero ahora observo los escombros de Tripoli Street. El Ayuntamiento hecho añicos. Los edificios desplomados sobre sí mismos. Otros que siguen en pie pero tienen la fachada acribillada por la metralla de las bombas de fragmentación. Otro más con el que se ensañó un francotirador. "No podíamos detenerlo", dice Khalifa Azwawi, presidente del Consejo de la ciudad. "Parecía un serial sniper, un maníaco, tal vez se había vuelto loco, simplemente loco; y locos estuvieron a punto de volverse los de enfrente, los de la casa contra la que disparaba. ¿Por qué la locura general no iba a alcanzarlo a él también?". Veo todo esto. Considero este puro gozo de disparar, de matar, de destruir. Y me digo que en Misrata se ha alcanzado la cumbre de la demencia urbicida contemporánea. Sí, urbicida... Esa palabra inventada al comienzo de las guerras de Yugoslavia por Bogdan Bogdanovic, antiguo alcalde de Belgrado... Ese concepto que, como el otro, como el de genocidio, supone premeditación, planificación, programa... Y es lo que ha debido de producirse para que hayan conseguido partir la ciudad en dos, exactamente por la mitad. Es eso, tiene que ser eso lo que ha dirigido esta operación de destripamiento, disección y evisceración. No puede ser que este intento de aniquilamiento de una ciudad rebelde haya sido concebido aquí, en el fragor del combate, sino más arriba, más lejos, en la capital, Trípoli, cuyo nombre había osado usurpar la avenida en la que me encuentro ahora. Y si todavía hubiera albergado alguna duda sobre este urbicidio orquestado, se habría despejado cuando, en un rincón del Ayuntamiento en ruinas que los bombardeos han respetado milagrosamente, un empleado municipal fantasmagórico -y absurdamente fiel a su puesto- me muestra una especie de museo en cuyos muros ha pegado como tesoros: las fotos de los mártires del barrio, incluidos los dos fotógrafos anglosajones asesinados el 20 de abril; el centenar de pasaportes de los nigerianos, malianos y chadianos abatidos o apresados por los insurgentes; los falsos billetes de cien dólares, o euros, con los que Gadafi les pagaba; y luego, en medio de todo eso, una hoja de papel amarillento, de estilo oficial, aunque dibujada y escrita a mano, en la que se ve el plan de entrada e invasión de la ciudad: ¡qué confesión!

La segunda cosa que tenía que ver para creer era la increíble bravura que han demostrado los ciudadanos. Varsovia resistió, pero terminó sucumbiendo. Las ciudades españolas aguantaron (algunas mucho tiempo, como Madrid, por ejemplo), pero igualmente llegó un momento en que, exangües, tuvieron que deponer las armas. Sarajevo fue heroica, pero los carros de combate no estaban en la ciudad, sino en Lukavica, en las colinas, con los francotiradores. Cuando los carros están entre los muros, como en 1944, en París, siempre hace falta una fuerza aliada, una columna Leclerc, una 2ªDB, para desalojarlos desde el exterior. Ahora bien, aquí, los tanques de Gadafi habían entrado. Pero aunque la OTAN destruyó algunos, aunque, por ejemplo, sus aviones bombardearon bajo la losa de cemento del mercado cubierto a los cuatro que se ocultaban allí, los hechos hablan por sí solos: la mayor parte de esas decenas de tanques, todos los que los gadafistas habían apostado cerca de las mezquitas o de los pocos puntos de agua a los que los habitantes venían a aprovisionarse, los que habían colocado a la puerta del hospital e incluso en su interior, los más difíciles de alcanzar, que eran, por definición, los más amenazadores, han sido los habitantes, solos, con las manos casi desnudas y con un coraje inaudito, quienes han tenido que dejarlos fuera de combate. Cócteles molotov arrojados a la boca de los cañones... Granadas lanzadas a las torretas, como aquí, en la carcasa de ese tanque que apuntaba hacia la calle paralela a la calle de Bengasi y en el que distinguimos, con horror, los restos de unas tibias humanas recién quemadas. Cohetes RPG7 disparados a quemarropa, en contacto, un cuerpo a cuerpo con la máquina, una danza con el monstruo de acero... Ardides también, maravilla de ingeniosidad, del estudiante, del ingeniero, del militar retirado (una idea luminosa que sin duda quedará para siempre sin autor...) que dio con esto: las alfombras empapadas de aceite que, en plena noche, aprovechando el descanso del tanquista, disponen delante de las orugas para que, al despertar, su máquina patine, no responda y sea, a su vez, un blanco para los cazadores de tanques... O con esto: cuando los insurgentes quieren atacar pero la OTAN no está ahí para cubrirles, o cuando sus fuerzas son demasiado endebles y Gadafi va a aprovechar para avanzar, esta otra idea luminosa que nadie sabe tampoco de qué cerebro salió y consiste en emitir por los altavoces de las mezquitas, en vez de las llamadas a la oración, ruidos de avión grabados previamente para hacer creer que los ejércitos aliados velan desde el aire... Misrata ha resistido. Misrata sigue asediada, pero ha liberado la mayor parte del centro. Edificio tras edificio, calle tras calle -y cada vez, una muralla de camiones volcados, de contenedores o de buldózeres llenos de arena para consolidar su último avance-, en cuarenta días, Misrata ha hecho retroceder a una columna infernal. Y de esta marcha modesta pero, por ahora, victoriosa, de esta reconquista paciente pero segura y que permite que, esta noche, podamos deambular sin que nos disparen por las calles de la ciudad, ni un alma, solo gatos, no conozco, lo repito, muchos ejemplos.

Y, finalmente, la tercera lección es que de esta batalla de Misrata ha surgido un verdadero ejército: disciplinado, aguerrido, avezado en los combates callejeros y, sobre todo, temiblemente eficaz. En los frentes de la Cirenaica vi a unos cuantos bravos. Admiré a los intrépidos chebabs, dispuestos a asumir todos los riesgos para defender el alma, y a los vivos, de Bengasi. Pero fueron los aviones los que, justo antes de que los tanques la invadiesen, salvaron la ciudad de Bengasi. Fueron ellos los que, detrás de Francia e Inglaterra, impidieron el baño de sangre. Mientras que aquí, en Misrata, los tanques habían entrado una vez más y han sido los ciudadanos quienes han hecho el trabajo de los aviones y, cuerpo a cuerpo y en tierra, han tenido que destruirlos o hacerlos retroceder. He visitado, en la zona oeste de la ciudad, los talleres secretos de fabricación de armas de los insurgentes. He visto las escopetas de perdigones en las que montan cañones de 12 milímetros. Los racimos de obuses arrebatados a los tanques enemigos que desunen para adaptarlos a las ametralladoras montadas sobre camionetas. He visto, semejantes a la camioneta del pequeño repartidor de verduras que, nada más llegar a Libia por primera vez, me dejó subir en la frontera y me llevó hasta Tobruk, estos humildes vehículos con la parte delantera blindada por dobles placas de hierro entre las cuales han aplicado cemento para convertirlos en arietes. He visto otros a los que una placa semicircular soldada, esta vez, en la parte trasera, aparenta con los carros de Ben Hur. Y otros más a los que les han soldado en los laterales delanteros unas enormes aletas de hierro, al abrigo de las cuales dos, tres, a veces cuatro combatientes, pueden mantenerse en cuclillas para, cuando el vehículo llega al objetivo, surgir en el último segundo como diablos. Y, finalmente, he visto en el frente a unos hombres abrumados pero no quebrados, espantados pero determinados. He visto a unos hombres que han vivido la prueba de fuego y, demacrados, con los ojos brillantes por el agotamiento y el hambre, están dispuestos a resistir el fuego enemigo y a responder con sus armas improvisadas. ¿Dónde está el ejército de la Libia libre? Cuando llegue el momento, cuando los helicópteros franceses abran camino, ¿quién va a poder marchar sobre Trípoli? Pues Misrata, precisamente.



© EDICIONES EL PAÍS S.L. - Miguel Yuste 40 - 28037 Madrid [España] - Tel. 91 337 8200

Entradas populares de este blog

ADIOS MADIBA