Es mejor una UE sin el Reino Unido?

Por: José Ignacio Torreblanca | 13 de diciembre de 2011
Que el primer ministro británico, David Cameron, ha cometido un grave error es evidente. El error es de principiante pues el objeto de un veto es impedir que alguien haga algo, no dejar que los demás lo hagan sin uno. La unanimidad (que es la forma elegante de llamar al derecho de veto) sirve exactamente para eso. Por tanto, si lo que Cameron quería eran salvaguardias para la industria financiera británica a cambio de incorporarse al nuevo Tratado (el llamado “fiscal compact”), el resultado lo dice todo: el Tratado sigue en marcha (aunque con unas dudas e incertidumbres legales que enmarañarán aún más todo el proceso) mientras que dichas salvaguardias son hoy más improbables que antes. Formalmente, Cameron tiene razón al decir que ese “no” no implica la retirada del Reino Unido de la UE. Londres sigue siendo miembro de pleno derecho del Tratado de Lisboa (aunque con algunas exclusiones voluntarias). Y por lo demás, la retirada de la UE es voluntaria; nadie puede ser expulsado. Pero ahí está la cuestión: en la retirada voluntaria. Cameron ha abierto una caja de pandora que muy bien le podría llevar a donde nunca quiso ir: a tener que convocar un referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la UE. Se trata de una consulta en la que, paradójicamente, tendría que pedir el voto a favor de la permanencia y que, además, muy probablemente perdería, lo que significaría el fin de su carrera política por partida doble.
Siempre presto a colgarse medallas, Sarkozy se ha apuntado el tanto, sacando pecho a costa de la marginalización del Reino Unido. Para muchos otros, frustrados con décadas de obstruccionismo británico, la exclusión del Reino Unido también es una buena noticia. Sin embargo, los supuestos beneficios de ese papel secundario del Reino Unido pueden ser cuestionados, al menos desde dos puntos de vista. Primero, los más federalistas no deberían ignorar que no todos los problemas que impiden alcanzar una verdadera unión política están Londres. París y Berlín, a su manera, como hemos visto estos días, son igualmente reticentes a completar una verdadera unión económica y monetaria, prefiriendo gobernar Europa de facto mediante un directorio intergubernamental en el que ellos tienen todo el peso y las instituciones europeas juegan un papel secundario (especialmente la Comisión y el Parlamento). Pasada la euforia por el desaire a Cameron, los viejos problemas volverán a aparecer encima de la mesa.
Por otra parte, la no participación del Reino Unido en el futuro Tratado intergubernamental hará también daño a la UE, puesto que los 26 no podrán recurrir más que de forma muy marginal a la Comisión Europea y al Tribunal de Justicia para gestionar y sancionar la unión fiscal que quieren alcanzar. Por tanto, el obstruccionismo británico no sólo no ha desaparecido sino que podría acrecentarse. ¿Cómo es posible, cabe preguntarse, que lo que el jueves por la mañana era imprescindible (modificar el Tratado existente con un nuevo Tratado) ahora sea prescindible (y se diga que se puede hacer un tratado que no modifique ni afecte al actual Tratado)? Incomprensible.
Y por último, para los que creemos en una Europa fuerte en el mundo y con una política exterior y de seguridad importante, la participación del Reino Unido es esencial. El propio Sarkozy lo ha experimentado en las arenas de Libia, donde no pudo contar con Alemania, empeñada en votar con Rusia y China en el Consejo de Seguridad, pero sí con los británicos, con los cuales también ha podido contar para crear el embrión de una política de defensa común gracias a los acuerdos estratégicos que firmaran Cameron y Sarkozy para compartir sus capacidades militares. En consecuencia, prescindir del Reino Unido sería un precio aceptable a pagar por una verdadera unión política en la que sus miembros gozaran de iguales derechos y donde tuviéramos unas instituciones europeas fuertes y representativas, incluyendo una gran voz en el mundo y una política exterior común. Sin embargo, no parece ese el camino emprendido por París y Berlín, que creen en una Europa mucho más minimalista y férreamente controlada por los gobiernos. Así pues, en las circunstancias actuales, el coste del error de Cameron lo puede pagar toda Europa, no sólo él.

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