Que Marine Le Pen no sea el árbitro

Ha nacido una fuerza que ambiciona desplazar a la "derecha patricia" y disputarle al "pueblo obrero" a la izquierda. Tiene un tono de odio y violencia social que, si no la detenemos, destruirá el espacio público Bernard-Henri Lévy 29 ABR 2012 - 14:45 CET Archivado en:Marine Le PenFNElecciones Francia 2012OpiniónElecciones presidencialesEleccionesPartidos políticosPolítica Marine Le Pen, candidata del Frente Nacional, el pasado 22 de abril. / PASCAL ROSSIGNOL (REUTERS)
En el momento en que escribo estas líneas —domingo por la noche—, el Frente Nacional aparece como el verdadero ganador de esta primera vuelta de las presidenciales francesas. Políticamente, porque ha recuperado, y con creces, los votos que Sarkozy le birló en 2007. Históricamente, porque ha superado el famoso desafío de la desatanización que debía sacarlo del gueto en el que la extrema derecha llevaba 60 años confinada. Marine Le Pen ha superado de paso el récord que su antediluviano padre obtuvo en 2002 y, al hacerlo, lo ha relegado a la prehistoria de su propio triunfo. Por último, ha ridiculizado a Francia al demostrar que uno de cada cinco electores se reconoce en un programa demencial, defendido por un partido infecto y encarnado por una candidata en cuyo entorno seguimos viendo, en buena medida, las mismas viejas caras de la derecha radical, el GUD, ciertos grupúsculos negacionistas y las pandillas de Gollnisch y Mégret. Marine ha superado el récord que obtuvo su padre en 2002 y lo ha relegado a la prehistoria de su propio triunfo La historia dirá quién es el responsable de este desastre, de esta vergüenza. Y también enumerará las irresponsabilidades de una derecha que, con la estrategia Buisson, ha permitido que la barrera que la separaba de la extrema derecha se derrumbase; de una izquierda cuyo sector radical, con sus excesos y su populismo (por mucho que le pese a Mélenchon), más que refrenado, ha alimentado la espiral de lo peor; de un electorado (es decir, las de todos nosotros) que, a base de confundir la política con el espectáculo, las elecciones presidenciales con Operación Triunfo y el arbitraje entre lo verdadero y lo falso con una competición en la que lo que cuenta ya no es pensar racionalmente, sino ser bueno, anotarse puntos o subir en los sondeos, hemos terminado por no distinguir el debate necesario de lo que rompe sus tabúes constitutivos. Por el momento, hay que rendirse a la evidencia. Los partidos tradicionales parecen lejos de comprender el peligro mortal que tiene la emergencia del FN Ha nacido una fuerza cuya ambición es desplazar a la derecha patricia y disputarle el pueblo obrero, campesino y de pequeños funcionarios a la izquierda de las élites. Ha aparecido un tono —y ni siquiera me refiero a la xenofobia, el racismo y el antisemitismo que destila esta gente en cuanto se suelta— de tal vulgaridad, tal odio y tal violencia social y retórica que, si no los detenemos, destruirán poco a poco la totalidad del espacio público. Y el hecho es que, este domingo, los partidos tradicionales parecían a mil leguas de comprender el peligro mortal que representa su emergencia tanto para ellos como para nosotros. Así, por ejemplo, las figuras de la UMP, que en cuanto cerraron los colegios electorales se precipitaron a recordar a los electores del FN que la señora Le Pen no es “propietaria de sus votos”. Así también esos socialistas que fueron un paso más allá al afirmar que los hombres y mujeres que, con conocimiento de causa, han votado a una candidata aconsejada por unos cuasi nazis —y no solo cuando va a bailar el vals a Viena— son “franceses como los demás”, solo que los ciega el malestar social. Y, con la notable excepción de François Bayrou, no ha habido nadie que llamase al pan pan y al vino vino, ni que viera en ese 18% un peligro para la República. Muchos aún recordamos que en 1954, durante su investidura, Pierre Mendès France tuvo el valor de decirles a los comunistas, que se sentían tentados de apoyarlo, que no quería sus votos. Naturalmente, en el marco de unas elecciones presidenciales por sufragio universal directo, esa posición es inviable. Pero ¿cómo no soñar con unos candidatos que, en el cuerpo a cuerpo que se avecina, nos evitasen al menos el espectáculo de esta indecente pesca de votos? ¿Cómo no soñar con un duelo limpio en el que los contendientes, armados con sus valores y su proyecto de sociedad, peleasen duro, pero sin rivalizar en marrullerías, para ver quién se lleva la mayor parte del botín electoral lepenista? En otras palabras, uno sueña con una especie de antichalaneo que, lejos de la estúpida teoría sobre las “malas respuestas” que el FN da a ciertas “buenas preguntas”, empujase a decir a todos aquellos y aquellas que han votado en conciencia por la candidata de un partido que, precisamente, no es como los demás: “No habrá respuesta a la pregunta planteada mientras esta siga sumergida en la palabrería extremista de dicho partido”. Por supuesto, no se trata de un “no vengan”, sino de un “no son bienvenidos”. No de un “si ha votado a Le Pen en la primera vuelta, quédese en su casa en la segunda, absténgase, vote en blanco”, sino de un “venga si quiere, pero en mi discurso no encontrará ninguna concesión a la secta de la que procede” y en la que el summum del debate es el que parece oponer (confróntese el ya imprescindible libro Marine Le Pen desenmascarada de Caroline Fourest y Fiammetta Venner) a los que denuncian la “islamización de Francia” con los que denuncian su sionización. Este pacto, explícito o implícito, sería la solución de la decencia y la dignidad. Y para Hollande y Sarkozy sería la única forma de conjurar tanto los peligros inmediatos (si cedemos, ¿cuántas triangulares en las próximas legislativas?) como los más lejanos (una corrupción de la moral pública sin precedentes desde los años treinta...). Hay que hacer todo lo posible para evitar que Marine Le Pen se convierta en el árbitro de la segunda vuelta. Traducción: José Luis Sánchez-Silva

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