El drama de la emigración
RAFAEL DEL NARANCO
18
de noviembre de 2017
El Universal
-Caracas
El éxodo de venezolanos hacia medio
mundo es la odisea de una crisis económica y política que no cesa, mientras su
contexto es cada día una herida que no termina de cicatrizar.
No ha acontecido aún que los
venezolanos tengan que hacer lo que los emigrantes llegados de los países
africanos, del conflicto del Medio Oriente o unos años atrás de Cuba: subir a
enclenques chalupas, pateras, lanchas neumáticas, con el ardiente deseo de
pisar tierras de Europa o Estados Unidos para poder salir de la sórdida
existencia en la que han vivido hasta entonces.
Macilentos, exhaustos, rotos, los
emigrantes, cuando consiguen burlar los controles de la policía, saben que
empieza un nuevo calvario: huir, esconderse, ser explotados una vez consigue
pisar un litoral o cruzar fronteras y en el camino encontrar a malévolos
individuos que les pagan por doce o catorce horas de trabajo una miseria,
mientras los amedrentan con entregarlos a las autoridades si no aceptan ese
sometimiento.
Los versos del poeta
alejandrino Constantino Kavafis, que tal vez ignoren, comienzan a
amortajarlos con sus estrofas afligidas: “Iré a otra tierra, iré a otro
mar. / Otra ciudad encontraré mejor que ésta. / Cada esfuerzo mío es una
condena escrita, / y mi corazón, como un muerto, está enterrado”.
La andanza de todo expatriado, sea en
nuestra Venezuela o en cualquier parte del planeta donde los seres humanos son
mancillados, viene creciendo con ardor incandescente desde la primogénita
alborada de los tiempos: dentro de cada hombre o mujer hay una profunda
avidez de hallar mejor existencia, y pocos consiguen ver el edén idealizado.
Cada obligada emigración crea una
ruptura penetrante difícil de explicar, es un ahogo que los años no ayudan a
amainar, y va alejando esas emociones indescriptibles que hablan de países
repletos de leche, miel y son como un mascarón de proa preparándonos a
surcar el piélago de la esperanza.
Miles de seres –el escribidor entre
ellas– pertenecemos a la escala de los emigrantes y sabemos en qué consiste dar
la vida por alcanzar un lar idealizado.
Nos hemos pasado años hablando,
escribiendo hasta dolernos el aliento, de los desterrados adoloridos y la
razón de esa herida sin cicatrizar se halla, y aún sigue ahí, en las
estribaciones de la piel: hemos sido expatriados durante más de media vida , y
esa condición crea carácter, una manera de vivir que se torna aletargada,
retuerce las ilusiones, vuelve mixturas las ilusiones y el anhelo de regresar
al viejo lugar materno se va disipando, volviéndose somnolencia que el tiempo,
que todo parece curar aún no siendo cierto, va ayudando a disipar.
Es cierto, dentro de nuestra
condición de emigrados: hemos sido recubiertos dentro del espacio que nos
obliga a envejecer, y sobre él borroneamos historias para tachonar las brumas
del tiempo; unas son alucinadas, otras alicaídas, la mayoría con total ausencia
de singularidad. De la emigración se ha escrito infinidad de párrafos con largos
borrones extenuados.
Uno es escribidor de penurias
adoloridas. Si pudiera, no deslizaría las letras sobre ninguna cuartilla. Nací
renuente a las palabras y lo sigo estando.
¿Entonces? ¿Y las docenas de páginas
embetunadas con miles de palabras? ¿Los libros publicados? ¿Las jácaras sobre
la enigmática Patricia? Vaho de la mente para apagar el tedio, la soledad y
algunas veces –demasiadas– el miedo al olvido.
Pienso en los venezolanos que en
estos últimos años se han ido a otras naciones empujados por atormentas
circunstancias y que en ningún instante han creído que la marcha sea para
siempre. El país idolatrado va con ellos y son renuentes al completo olvido.
Idealizan en sus querencias que siempre habrá una vela encendida que les
recuerda volver. Y eso harán en el momento que en Venezuela amainen las aguas
turbulentas.
Ahora percibo el libro de Imre
Kertész, ese Premio Nobel de Literatura culpable de haber sobrevivido a los
horrores de los campos de concentración, el estalinismo y, en su tierra natal,
el llamado kadarismo.
Los ruiseñores mueren a despecho de
que cantan. Entre el ave y el inmigrante hay un arroyo de silencios, palabras
heridas, arrebatos y amapolas mustias.
Es el tintineo del alma cuando unos
ojos cubiertos de vaho escudriñan el horizonte buscando en lontananza la tierra
deseada, y solamente siguen hallando aguas turbulentas o senderos
interminables.
Estamos ante un trágico drama: la
realidad de la diáspora venezolana vivenciada hoy en nuestra columna con el
deseo de repartir en ella alientos y canturreos consoladores.
Los desplazados saben que un tramo de
heredad no es igual a otro; cada lugar posee sus innatas características; no
sólo a recuento de que una llanura, pueblo, río o un acantilado nos recuerden
lo nuestro, sino por seguir ansiando el terruño que forma la Venezuela siempre
anhelada.