ANALISIS

El regusto del comunismo de ‘gulash’ El Gobierno húngaro está dando una buena razón a los ciudadanos para defender la democracia PÉTER ZILAHY 29 ENE 2012 - 01:44 CET La Galería Nacional en el castillo de Buda, en su día residencia de los reyes húngaros, era un lugar apropiado para la celebración oficial de la nueva Constitución de Hungría. El Gobierno había pedido un centenar de obras de arte que explicasen los mil años del Estado húngaro “para sostener a nuestros ancestros como un escudo contra el cinismo”, como declaraba el primer ministro, Viktor Orbán, en su discurso inaugural. El director de la Galería Nacional no asistió. Había presentado su dimisión el 31 de diciembre, el día antes de que la nueva Constitución entrase en vigor. Sí asistieron varios artistas y políticos leales al partido de Orbán, y pudieron también maravillarse ante las 15 nuevas pinturas que conmemoraban los acontecimientos del pasado más reciente. El pintor de la Primera Guerra Mundial hizo que el ataque de la caballería de los húsares húngaros pareciese una excursión dominguera en el campo más que un baño de sangre. Mi abuelo, que fue oficial del Imperio Austrohúngaro, podría ofrecerles un tesoro oculto de historias sobre las cicatrices y agujeros de bala que hicieron que su piel pareciese un viejo mapa de Europa. La historia es el opio del pueblo centroeuropeo. Los buenos ciudadanos recibieron su dosis diaria cuando Viktor Orbán anunció “la refundación del Estado húngaro” con el impresionante paisaje de Budapest como telón de fondo. La multitud que participó en la celebración se dirigió hacia la gala de la Ópera, donde fue recibida por otra multitud igual de vehemente de decenas de miles de personas que pedían la dimisión de Orbán. En una pancarta se leía: ¡Feliz 1984! A medida que la muchedumbre se hacía más numerosa, el Gobierno y sus invitados tenían problemas para salir del Palacio de la Ópera. No podía haber estado más equivocado cuando, a finales de los años noventa, poco después de que Fidesz ganase las elecciones, le decía a un amigo que íbamos camino de convertirnos en un pequeño y aburrido Estado del bienestar como Austria. Poco después, nuestro buen vecino se volvía loco con un experimento con el extremismo de derechas y la UE suspendía temporalmente sus relaciones con él. Por esa misma época, la economía húngara, en su día la primera de la región, iniciaba su largo y continuo descenso. Fidesz ha formado hace poco un nuevo Gobierno que realmente tenía el poder suficiente para hacer los cambios necesarios y poner al país en el buen camino. Tenían un plan que no salió bien y ahora están improvisando. Eso está empujando a los inversores extranjeros a deshacerse de los activos húngaros. El florín húngaro está en sus mínimos históricos. Algo sucede cuando la gente oye al primer ministro decir algo y, al momento siguiente, el dinero que lleva en el bolsillo ya vale menos. Los húngaros parecen funcionar de maravilla en las revoluciones, pero no tan bien en los tiempos de paz. Han necesitado 20 años para descubrir que la democracia no es algo que se pueda dar por sentado. Los ciudadanos nunca supieron lo que la libertad de prensa significaba para ellos hasta el año pasado, cuando pensaron que se la habían arrebatado. Hubo una serie de concentraciones en 2011, organizadas por ciudadanos independientes sin el respaldo de los partidos políticos. Cada una de ellas atrajo a una multitud mayor que la anterior. Si el Gobierno dimitiese mañana, todos estos grupos cívicos podrían desaparecer de golpe. Orbán estaba en lo cierto al afirmar que, con su ayuda, está empezando una nueva era, pero el cambio real vendrá de abajo. El Gobierno está desempeñando una importante función en la transformación de la sociedad húngara al darles a los ciudadanos una buena razón para defender la democracia. Quienes participan en las manifestaciones contra el Gobierno autoritario tendrán una participación real en la democracia, que hasta ahora ha sido algo abstracto. Una cosa está clara: ya no podemos seguir culpando a la Unión Soviética. En los años ochenta, todo era sencillo. El tiempo se había detenido, las normas estaban claras. La libertad de expresión era escasa y rara; los viajes al extranjero eran pocos y muy espaciados; los dictadores eran dictadores de verdad; la policía secreta no era ningún secreto; todos éramos insignificantes y a menudo felices. La gente en el poder, los colaboradores de las fuerzas ocupantes, esos eran los malos. Las personas que desfilaban por las calles con el puño en alto, esos éramos nosotros —los buenos— y uno de nosotros, que se metió en política, es ahora el primer ministro elegido democráticamente de un país que es miembro de la UE. Un cuento de hadas, desde luego. El cuento de hadas se ha acabado. Es hora de seguir adelante. Este artículo fue publicado en The New York Times el 14 de enero de 2012. Traducción de News Clips.

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